EJEMPLO DE
RESILIENCIA
Navegando en el internet, me encontré con esta linda historia como
ejemplo de resiliencia.
En mi trabajo de investigación con el duelo, empecé a adoptar este
término incluso en mi lenguaje cotidiano para acercarlo a mí y a mi experiencia
cotidiana. Y lo incluí en las etapas del duelo, para equilibrar hacia el
concepto del sufrimiento y el estancarse en la experiencia, en este caso, de
pérdida.
La resiliencia es la capacidad de sobreponernos de las adversidades,
implica un replanteamiento de nuestra perspectiva de vida, replanteamiento
filosófico, incluso de creencias espirituales. Considera el trabajo solidario
y/o altruista, para una mirada profunda hacia el otro, para ayudar a salir del
dolor, o para dimensionar mi dolor en mi realidad; como es el caso de esta
empresaria colombiana Catalina Escobar que padeció la muerte de su hijo a la
edad de 16 meses, pero que ella supo elaborarla con entereza y dignidad,
creando una fundación que ayude a mujeres y niños en situación de pobreza.
Los invito a dejarse aliviar y emocionar con esta historia que
inspira, con un enfoque muy honesto que nos muestra a Catalina muy genuina y
humilde en su aprendizaje, realizada por María Eugenia Sidoti para la revista
argentina: sophiaonline:
La buena empresa
El día que su vida
dio un vuelco, estaba organizando los últimos detalles de una mudanza. Era 20
de octubre de 2000 y el calor húmedo y los intensos colores de la vegetación y
del mar componían la plácida postal de Cartagena de Indias. Todo normal, salvo
que el trajín de volverse a su Bogotá natal por los compromisos laborales de su
marido la tenía de aquí para allá. Hasta ahí, una existencia encantadora la de
Catalina Escobar: se había consagrado en los negocios, estaba felizmente casada
y tenía la fortuna de dedicarse con pasión a las finanzas, pero, sobre todo, a
cuidar a sus dos hijos, Guillermo y Juan Felipe Gómez –de 3 años y 16 meses,
respectivamente–, quienes cada día la recibían al llegar del trabajo para
llenarla de abrazos. Entonces, ella se sentaba a jugar con ellos en el piso.
¿Qué más podía pedir? Nada hacía prever que aquel día, mientras realizaba
trámites, Juan Felipe iba a escurrirse de la mirada de la niñera, trepar a las
cajas que los empleados de la empresa de mudanzas habían apilado en el balcón,
traspasar la baranda y caer al vacío desde el octavo piso. Catalina recién
volvió a ver a su hijo en el hospital, muerto sobre una camilla.
Meses antes de la tragedia,
había sentido la imperiosa necesidad de compartir la felicidad de su familia con
quienes no tenían la misma suerte. Preguntó cuál era el mejor lugar para ayudar
y llegó a la maternidad pública Rafael Calvo. Su intención era donar ropa y
juguetes y compartir un poco de su tiempo. Le pareció que hacer algo por esos
bebés y sus mamás era la mejor manera de aprovechar sus últimos días en
Cartagena. Pero durante una de las que pensaba que estaría entre sus últimas
visitas, un bebé de doce días murió en sus brazos mientras la madre, de 16
años, lloraba a su lado y gritaba: “¡No pude conseguir el dinero!”. Así supo
que la vida de ese bebé había costado treinta dólares, la suma que valían los
antibióticos que necesitaba.
A los pocos días, de frente a
la muerte de su propio hijo, Catalina decidió postergar la mudanza. Solo le
quedaban fuerzas para ir a la maternidad Rafael Calvo y trabajar para que otras
mamás no perdieran a sus hijos por causas evitables. Una noche le dijo a su
marido: “Voy a renunciar a la empresa y a vender mis acciones”. Él estuvo de
acuerdo y la impulsó a crear una organización que llevara el nombre de su hijo.
Entonces, viajó al Hospital Anaheim de California (el de más baja mortalidad
infantil de todo el hemisferio) y comprendió que para alcanzar el éxito debía
basarse en tres puntos: protocolos, equipos médicos y staff, los pilares sobre
los que comenzó a operar la Fundación Juan Felipe Gómez Escobar, “la Juanfe”,
como la llama cariñosamente su mamá. Un acto de amor después del dolor, con la
misión de ayudar con logística empresarial y sin fines de lucro. Los resultados
impactan: en estos once años de trabajo, logró reducir la mortalidad infantil
en más de un 80% en Cartagena de Indias y salvar la vida de 3000 niños. “No fue
fácil al principio; muchos creían que solo lo hacía para tapar la ausencia de
mi hijo”, concede, y cuenta que consiguió sus primeros inversores entre los
amigos de su papá, un importante empresario del acero.
Hoy su fundación
tiene sede en Cartagena, Bogotá, Estados Unidos y España, y Catalina acaba de
volver de Los Ángeles, en donde recibió el premio CNN Héroes, una distinción
internacional que premia a las diez personas (elegidas entre un total de 45.000
candidatos) que están cambiando el mundo. La heroína, sin embargo, se dispone a
la charla con Sophia con
total humildad y se la nota feliz de que su mensaje llegue a la Argentina.
“Ahora vivo en Bogotá para resolver cuestiones administrativas, pero cuando voy
a Cartagena ando de chanclas, short y mochila, metiéndome en los barrios
carenciados. No se puede hacer filantropía detrás de un escritorio; a la pobreza
hay que mirarla de frente, no desde arriba. Hay que entender desde las
vísceras, y somos una organización diferente porque nuestro espíritu es que lo
mejor debe ser para los pobres, que es lo que uno hace con un hijo. Cuando das
dignidad y educación, con pensamiento de empresa y reglas de juego muy claras,
se reinvierte positivamente. La fundación tiene un complejo social, que es un
edificio verde, con tecnología de última generación”, explica, y cuenta que le
pone el cuerpo al trabajo al punto de ayudar a dar a luz a las mamás. La
entrega y la certeza de que estaba yendo en el sentido correcto le permitieron
recuperar la entereza para tener otro hijo, que se llama Federico y hoy tiene 9
años.
–¿Cómo ve
todo esto que te fue pasando Catalina Escobar con sus ojos de niña?
–Como algo
increíble; nunca pensé en dedicarme a esto. Tenía claro que quería trabajar en
una empresa y por eso estudié Administración en Clark University y terminé un
MBA. Pero ya desde niña recogía niños de la calle y los llevaba al garaje de
casa, porque me preocupaba que no tuvieran fiestas de cumpleaños. Entonces, les
armaba festejos
y mamá preparaba una olla enorme de arroz con pollo. Siempre guardaba para esos
chicos las sorpresas que me daban en los cumpleaños. Nací con eso y lo bueno
fue que mis padres siempre lo abonaron. Mi papá es un gran empresario
colombiano hecho a pulso y mi mamá, un ama de casa divina; nos crió, a mi
hermano Mauricio y a mí, con la idea de que había que trabajar duro y ayudar a
los demás.
–¿Y por qué
creés que lograste semejante obra?
–Porque siempre tuve cierto
grado de locura… Pero creo que si Juanfe no hubiera muerto, no estaría hablando
hoy contigo. Yo estaba en el sector privado y me iba divinamente. Ya estaba
ayudando a los pobres y era muy feliz con mis cosas. Pero la muerte de un hijo
te hace caer hasta el fondo o puede salvarte para siempre. Ahora sé que me
mueve la responsabilidad de tener que realizar transformaciones sociales. No le
puedo hacer perder el tiempo a la gente ni el dinero a los inversores; mi
trabajo se tiene que ver. Me levanto todos los días con la inquietud de
impactar en las estadísticas.
–¿Por qué
elegiste mantenerte al margen de la política?
–Porque los políticos demoran
tanto que me aburro. ¡Me desespera que la corrupción haga creer que la ayuda
social es carísima cuando no lo es! Lo importante es que haya proyectos
sociales avalados por capitales públicos y privados, y responder con hechos
rápidos y eficaces: invertir 20 para generar 80 de impacto, que es lo que hacen
las empresas. En temas de pobreza, hay que maximizar las intervenciones para
que el dinero no quede en el camino.
–¿Cuáles son
los objetivos primordiales de tu trabajo?
–Erradicar la mortalidad
infantil evitable y reducir el embarazo de adolescentes en situación de extrema
pobreza. Nosotros no tenemos programas, sino modelo de intervención, y rompemos
con los círculos de la pobreza. Por ejemplo, si una madre adolescente que entra
a la fundación sigue los protocolos, entre los dos y los cuatro años deja de
ser pobre, porque ya es una persona socialmente productiva, que genera ingresos
y progresa. Esto debe convertirse en un modelo económico y, por eso, nos
reunimos con el BID. El problema de naciones como Colombia y la Argentina es
que no trabajan a ese nivel y no hay nada que perpetúe más la pobreza que el
embarazo adolescente, porque cuando una niña queda embarazada, hace una
deserción escolar y sale del desarrollo, con el grave problema de que al año
siguiente vuelve a quedar embarazada y luego otra vez, y sus hijos quedan
inmersos en la pobreza.
–¿Cómo son
las madres adolescentes de la fundación?
–Son chicas que tienen
entre 12 y 18 años. Llevan unas panzas inmensas, pero tienen caritas de niñas.
Sus cuerpos han sido forzados, porque fueron abusadas sexualmente por sus
padres, sus tíos, sus vecinos. La pobreza trae aparejada promiscuidad y están
acostumbradas a eso; creen que está bien porque es lo que les tocó en suerte; a
sus mamás les pasaba lo mismo. Por eso, trabajo en esto: no hay nada mejor que
verlas mejorar, son mis princesas.
–¿Por qué te
parece que es importante escaparle al asistencialismo?
–Porque es la trampa de la
pobreza. Hay que brindar herramientas. Mis niñas cumplen como si asistieran al
colegio. Llegan a la fundación a las ocho de la mañana y salen a las cuatro y
media de la tarde, aprenden oficios y estudian. Las alimentamos, les hacemos
chequeos médicos. Pero saben que si no llegan a tiempo, están aseadas y bien
vestidas, quedan afuera.
–¿Sentís que
tu modelo tiene que ver con llevar adelante una maternidad más universal?
–Totalmente. Creo que
debemos invertir en mujeres y niños. Una mujer empoderada genera el progreso de
su familia. ¡Las madres somos capaces de saltar al infinito! Un ejemplo: una
mujer que trabaja no pone en riesgo su salario para beber, como puede pasar con
un hombre, porque lo primero para ella son sus hijos. Por eso, el peor pecado
es postergarlas. Muchas sienten empatía con mi trabajo porque perdieron un hijo
o un sobrino. Hay una parte sentimental y el hecho de que todo haya surgido de
una tragedia genera una gran conexión y el sentimiento de que las cosas se
pueden superar.
–¿Cómo creés
que se puede lograr que el cambio sea sostenido?
–De la mano de empresarios y
del BID, porque nuestra intención es solucionar la pobreza mundial. Mi
prioridad son Colombia y Latinoamérica. Como empresaria, mi producto es
erradicar la pobreza invirtiendo en madres y niños.
–¿Qué dicen
tus hijos de que el trabajo te ocupe con semejante pasión?
–Ellos son divinos. Les
digo: “Mis amores, esta es la mamá que les tocó”. Soy una madre que no les da
todo lo que ellos quieren, porque me importa que sepan del esfuerzo. Están
orgullosos, se involucran; es un trabajo en familia.
–¿En qué te
apoyaste cuando murió tu hijo?
–En mi familia, en la
espiritualidad. Pero estuve peleadita con papá Dios varios años, no te creas
que todo ha sido tan fácil. Fue muy doloroso, la vida te va dando golpes
fuertes y nadie te puede decir cómo sobreponerte; es un trabajo personal y
espiritual muy arduo. Pero también es cierto que este tipo de experiencias te
dan una lección de amor; hay que poder leer entre líneas. La fundación nació
cuando Juanfe murió; entonces, de algún modo, fue una resurrección.
–¿Y cómo
hiciste para levantarte al otro día y seguir?
–No lo sé, de verdad. Creo
que como familia tomamos decisiones acertadas en medio de un dolor muy grande.
Tuvimos una muy buena psicóloga que nos ayudó, pero también se pueden cometer
locuras durante un duelo. Creo que la única manera de seguir es armarse de amor
y vivir día a día, abrir la puerta y asomar la cabeza a como dé lugar. Hace
años que ya no sufro, pero me sigue haciendo falta mi bebé. La cicatriz queda
para siempre.
–¿Cuándo
sentiste que realmente valía la pena lo que estabas haciendo?
–Al tercer año de creada la
fundación, cuando me di cuenta de que había generado un impacto social
verdadero, no solo empresarial, sino humano: ayudar a que otras madres no
enterraran a un hijo, como había tenido que hacer yo, me daba una satisfacción
enorme. Cuando empecé, veía en todos los niños que nacían los ojos de Juan
Felipe. ¡Eran niños que estaban condenados a morir!
–¿Ves a esos
primeros chicos que salvaste?
–Sí, hoy tienen 11 o 12
años, la edad que tendría mi hijo. A todos les hacemos un seguimiento
preventivo durante cinco años, para garantizarles una buena calidad de vida,
vacunación, nutrición. ¡Los veo a cada rato y me muero con lo grandes que
están! Son tan lindos… Hay una niña que se llama Sarita, que fue la bebita más
pequeña que salvamos: pesó 580 gramos al nacer antes del sexto mes de
gestación. Ella se ha vuelto nuestra insignia, porque hoy tiene 7 años y es una
preciosura.
–¿Qué es lo
que pensás cada noche al acostarte?
–En los niños salvados. Y
lo que me ayuda a dormir tranquila es que no me voy a ir de este mundo sin
haber hecho un aporte importante a la humanidad; eso me pone feliz. ¿Sabes? Hay
gente que muere y que no sabe cuál fue su misión en esta vida. Yo sí lo sé y
también sé que estoy poniendo todo de mí. Pero disfruto, eh, porque no soy de
andar dándome látigos. Igual, todas las noches me pregunto qué otra cosa puedo
hacer para ayudar más a la gente. Es una adicción, no te creas: cuando te metes
en este mundo ya no puedes salir y hay mucho estrés también.
–¿Cuándo
descansás de un trabajo que te ocupa en cuerpo y alma?
–Cuando estoy con mis
hijos. ¡No sabes cómo me los disfruto! A mi marido también le doy todo mi amor.
Tenemos los altibajos normales de un matrimonio que pasa por cosas maravillosas
y por momentos dolorosos, pero trabajamos mucho por nuestra pareja. De hecho,
si me preguntas, yo creo que el héroe es él… ¡tiene una paciencia infinita para
soportar a alguien como yo, pobre hombre!
–¿Qué
sentido tiene para ustedes trabajar todos los días en nombre de un hijo?
–¡Es maravilloso! Siempre
le digo a mi familia que dónde se ha visto que un niño que apenas llegó a vivir
un año y medio sea conocido en todo el mundo. Que el nombre del hijo de uno
esté en el corazón de tantos es algo divino.
–¿Cómo te
gustaría irte de este mundo?
–Como una mujer normal,
como un ser humano alegre y pleno. Es importante mantener la humildad, ante
todo. El día que me crea el glamour de los reconocimientos, se acabó todo. Hay
que seguir trabajando con alegría. No quiero que la gente me dé las gracias,
sino que progrese.
–¿Le hablás
a Juan Felipe?
–¡Sí, claro! Le
cuento que lo adoro y también le regaño muchísimo, le digo: “Ay, Juanfe, a ver
si te dejas de rascar las costillas con las alas y vienes a ayudar un poco a tu
mamá, que la cosa se ha puesto malita” (se ríe a carcajadas). Hay que tener un poco de sentido
del humor, mi reina; si uno no se ríe, qué le queda. Pero mi hijo se lo pasa
todo el día conmigo y ya no como el niño de la tragedia, sino como el niño de
las oportunidades. Él les da vida a otros niños. ¿Qué más le puedo pedir a mi
bebé?
–¿Te puedo
pedir una reflexión final, Catalina?
–Que uno no debe esperar el
golpe para tomar acción y ayudar al prójimo. Tampoco creo que todo el mundo
tenga que ser filántropo, pero sí que las personas generosas no sufren, porque
no se aferran a cosas materiales. Como seres humanos, todos tenemos el deber de
dar y de dejar huella; eso da una paz incalculable. Hay que irse a dormir
pensando cómo influir positivamente en la gente que nos rodea al día siguiente.
Si no encuentras esa respuesta, entonces, cambia de trabajo, porque no eres
feliz.
Por María
Eugenia Sidoti. Fotos: gentileza Periódico El Tiempo, Colombia.
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